viernes, 11 de febrero de 2011

Un día común (sobre la importancia de las convicciones)

Hoy fue un día común para mí, lo que es normal para muchos. Tomar un camión, trasladarse de un lugar a otro, trabajar... lo que hace especial un día es lo que podemos aprender, el valor que le damos a nuestras experiencias porque buenas o malas casi siempre hay algo que aprender.
Por la mañana mientras tomaba el camión, como siempre estaba pensando en la manera correcta de hacer las cosas, la mejor manera. Porque todo tiene una función especial y debemos explotar cada una de nuestras virtudes, cada parte de nuestro cuerpo de la manera más efectiva. Esa es la función especial de poseer esas capacidades.
 
Por ejemplo me senté en el parabús “correctamente”: las sentaderas en la banca, la espalda recta, las piernas juntas y derechas…
Al pasar el camión me puse de pie y estiré mi mano hacia arriba para indicarle al chofer que se detuviera, esperé parado a que el camión se detuviera por completo y a que abriera las puertas (las dos condiciones a la vez) y después subí apresurado por las escaleras (un pie al frente y el otro no avanza hasta que el primero pise el siguiente escalón, simultáneamente moviendo al frente el brazo colateral a la pierna de apoyo) y pagué mi pasaje. Como eso hice muchas cosas en el camión de forma que yo creí “correcta” o la más adecuada. Esa fue mi convicción: hacer lo correcto.

Noté la diferencia de una persona sin convicción a la que sí la tiene en el momento de cruzar la calle a pie con el siga para los carros (algo que es incorrecto pero que si hubiera una forma correcta de hacerlo creo que sería la mía). Mientras miraba a una persona que estaba indecisa por cruzar yo esperaba el momento justo (sabía perfectamente cual era) y cuando un camión de la ruta 27 hiso alto para permitir el abordaje de unas personas obstruyó el paso a los demás vehículos de su carril mientras el otro carril estaba libre. Ese fue el momento justo para comenzar a caminar, la otra persona se tardó más de segundo y medio en darse cuenta de que podía avanzar. Para cuando él comenzó a caminar yo ya había cruzado la calle.

El señor de atrás definitivamente no tenía la convicción de cruzar la calle, o si de lo que estaba haciendo era lo correcto, por ello tardó tanto tiempo en avanzar. El concepto de correcto es algo real y aceptado, es un paradigma, pero en lo subjetivo puede ser muy diferente y tomar diversos significados. Yo tenía la convicción de que lo que quería hacer era correcto (al menos para mí) mientras la otra persona dudaba demasiado. Esa duda fue la diferencia de que yo hubiera cruzado primero la calle, tal vez de no haber sido atropellado. No me imagino que hubiera hecho esa persona si un carro avanza hacia él en medio de la calle, con la tardanza que tiene en decidir… el carro ya le hubiera pasado encima.

Ahora hablaré del reverso. Nunca pensé que me pasara a mí, en el mismo día y después de haber criticado a esta persona, también me sucedió a mí.
Hoy mismo pero por la noche, parado en el camión, tomado del pasamanos, el camión lleno. Yo la volteé a ver, muchas veces. Cargaba algo así como un cuadro de  madera, su cabello muy corto, finas facciones de su rostro, delgadas y bellas manos… no era muy bonita, pero parecía.
No era nada extraordinario, era completamente común.
No me atraía de una forma desconocida sino completamente consiente y razonable.
Yo no tenía ese sentimiento de deyabú, de haberlo vivido antes o de conocerla anteriormente, tampoco un sentimiento de identidad, ni de que fuéramos compatibles  o predestinados.
Solo quería conocerla, solo así, porque me parecía bonita, pero sobretodo una niña bien, sencilla y humilde además.

(Dentro de mi mente)
— Oye espera, no te vallas
— ¿eh? —desconcertada—
— debo decirte que eres muy bonita, quisiera conocerte
— ¿Quién eres?
— Soy el vago, el que bajó del camión solo para saludarte, dame tu número de teléfono por favor…

(Vuelta a la realidad)
La volví a ver con la intención de que se percatara de mi… nada, no funcionaba. Si fuera ella la chica que me quitó el sueño me reconocería a la primera porque ella me busca también, pero no.
Después ella se levantó del asiento y —cargando el cuadro de madera— se abrió paso entre el pasillo lleno de gente, iba a bajar.

(Dialogo interno)
— ¡Vamos! ¿qué esperas? ella se va, jamás la veras
—¿ahora qué? ¿te enamorarás de cualquier mujer que veas en el camión? cualquiera que te parezca bonita
—solo piensa que el amor de tu vida puede estar en cualquier lugar, debes buscarlo o nunca lo encontrarás
—no puedo retrasarme
—¿qué haría el vagabundo?
—no tengo nada que perder
—¿entonces?

Para cuando lo decidí la chica ya había bajado del camión y el camión había avanzado cuadra y media. “Aún es tiempo” pensé, y pensé mal. Bajé del camión y la fui a buscar... imposible encontrarla, ella se fue.
No tuve la misma convicción para cruzar la calle con siga para los autos que para hablarle a ella mujer, por eso fracasé.
Es importante definir nuestras convicciones porque decidirán por nosotros en el momento preciso. Si queremos resolverlo con razón en el momento de decidir, no funciona porque la razón es muy lenta. Es mejor actuar con convicción y definir con razón nuestras convicciones para poder actuar con congruencia y decidir eficazmente.
Por el revés, si no tenemos convicciones nos quedaremos siempre a la mitad del camino y no haremos nada concreto, es necesario tener convicciones para concluir lo que nos proponemos. Por eso dios no quiere a los tibios, porque no tienen convicción y nunca serán nada en particular, no saben lo que quieren, no pueden decidir.

¿Tú ya tienes tu convicción?

jueves, 3 de febrero de 2011

El vagabundo que se quedó dormido bajo el árbol (postal para Vianey)

Alguna vez cuando el vagabundo se cansó de caminar, se detuvo a descansar bajo la sombra de un árbol. Había errado bastante sin encontrarse nada bueno, había atravesado malos momentos y algunos muy buenos pero que duraron muy poco. El vagabundo estaba completamente desprovisto de sus bienes, lo había perdido todo, solo tenía unos zapatos viejos, las ropas que traía puestas, un cobertor que hizo con la piel de un jaguar el cual llevaba en su linyera junto con algunas flores y unos cuantos tamarindos. Atrás habían quedado los días buenos cuando cosechaba higos o zapotes, o cuando podía cazarse algún pajarito o una rata de campo. La comida era cada vez más escasa y los bosques más fríos.

Después de tanto caminar, el vagabundo, cansado miró aquel árbol que desde lejos era muy bello y frondoso, se acercó hacia él, y lo exploró poco a poco. De todos los árboles del bosque el vagabundo prefirió ese porque era el más bonito de todos.
El vagabundo rodeó caminando el tronco del árbol mientras lo tocaba con sus manos. En su corteza podía ver las marcas de batallas pasadas, de temporadas de abundancia y de miseria. El vagabundo podía leer la historia de aquel árbol tan solo analizando su corteza. Miró hacia la copa y con cuidado de no lastimarlo subió entre sus ramas. Apoyaba un pie en una rama mientras se sujetaba con las manos de otra, y fue escalando poco a poco hasta lo más profundo del árbol, donde la luz casi no entraba.

El interior del árbol era muy fresco, sereno y agradable. El vagabundo sabía que además era muy seguro. En ese lugar estaba a salvo de cualquier bestia del bosque, nada lo lastimaría. Sin embargo el vagabundo ya no tenía miedo, tenía la confianza de que nada malo le sucedería, se había olvidado de sus malas experiencias y de las bestias que lo habían lastimado; las heridas habían curado y él había recuperado su confianza. Ya no tenía miedo de dormir a la intemperie, sabía que ningún incidente podía ser tan malo como para causarle desgracia.  Él podía confiar en su suerte de nuevo porque su felicidad radicaba en su espíritu, en sus actos y convicciones, no tanto en lo que le pasara o le dejara de pasar. Estaba confiado, así que bajó del árbol hacia el suelo y se acostó en el suave pastizal, dejó que el cansancio se apoderara de su conciencia y se quedó dormido sin temor.

Al día siguiente el vagabundo se despertó con la luz del sol y despertó a salvo de cualquier peligro. El árbol lo cubrió del frío durante la noche y ningún animal salvaje lo lastimó. Él estaba bien y muy contento por poder hacer de nuevo lo que más le gustaba: vagar. Se levantó y continuó su viaje. El vagabundo volvería a ese árbol en incontables ocasiones y dormiría bajo su sombra muchas veces.
El vagabundo que se quedó dormido bajo el árbol